Por la profesora Cecilia Stepsys
Sarmiento, Avellaneda y Roca: Avellaneda y Roca fueron una vez a visitarlo a Sarmiento cuando veraneaba en Carapachay en la época de su presidencia. En el trayecto del viaje, Avellaneda le dijo a Roca que aunque Sarmiento lo invitase a quedarse a dormir, no aceptara. Pero no le dio más explicaciones, diciéndole solamente «yo sé bien lo que digo».
A la hora del regreso. Sarmiento insinuó a sus visitantes la conveniencia de que pasaran la noche en su casa, para volver a la Capital con el fresco de la mañana siguiente. Avellaneda no acepto, pretextando serios motivos para regresar ese mismo día. Al despedirse de Roca, le dijo con sorna: «¡que pase usted muy bien la noche!»
Después de la comida y de una larga sobremesa, Sarmiento dio a Roca las buenas noches y le dijo con la mayor naturalidad: Como soldado hecho a estas patriadas, usted se procurará donde dormir, y se retiró tranquilamente a su habitación.
Recién pudo Roca explicarse las palabras enigmáticas de Avellaneda, y resolvió pedir a la famosa escolta de sanjuaninos que custodiaba al presidente de la Republica las prendas indispensables para improvisar una cama militar. Y cuando después de haber recurrido a toda su experiencia de veterano «hecho a esas patriadas» logro acostarse para dormir, no pudo menos de exclamar para sí mismo: «Y que razón tenía Avellaneda».
Humorística contestación. El general Mansilla era muy amigo de Sarmiento, tanto que ayudó de cuantos modos pudo para que saliera electo su gran amigo, que llegó al poder. Al formar su gabinete, no incluyó a Mansilla. Éste le dijo un día oportunamente: «¿Quién diría, Sarmiento, que yo, inventor de su candidatura, iba a quedar excluido del gobierno?», a lo que Sarmiento contestó le muy suelto de cuerpo: «Pues, mi amigo, no será ni la primera ni la última vez que un invento reviente al inventor».
Sarmiento en su despacho presidencial. Un buen día un grupo de damas invade el despacho presidencial del eminente magistrado, y después de los saludos y presentaciones de práctica, se hizo un momento de silencio, sin que ninguna de las presentes damas empezara a manifestar el objeto de su visita. Teniendo en cuenta que el tiempo vale oro, y a pesar de encontrarse muy bien en tan agradable compañía, Sarmiento les preguntó redondamente: «¿De qué se trata?» Y como nadie contestase, agregó: «Le corresponde hablar a la mayor».
Naturalmente, ninguna se dio por aludida, y el gran viejo, sonriente, modifico su invitación, diciendo: «Pues tiene la palabra la menor». Entonces sí, se apuraron a hablar todas a un tiempo.
Prisioneros y tortas. Durante la presidencia de Sarmiento, el ministro Gainza, dándole cuenta por telegrama de un encuentro de avanzadas, por un error de redacción o de transmisión aparecían, en lugar de rebeldes, treinta bolsas de harina prisioneras y agregaba: ¿Qué hago con ellas?...y Sarmiento contesto brevemente: «Haga tortas».
El mareo en las alturas. Un candidato a la presidencia surgido de improviso y sin mayores méritos, exclamaba con todo énfasis qué a él no le habrían de marear las alturas. «No sería extraño -dijo Sarmiento-, pues he visto tantas mulas y borricos trepar las cumbres de la Cordillera sin marearse…»
Sarmiento invitado. El señor Francisco Seeber invito una vez a comer a Sarmiento. La dueña de la casa, al sentarse a la mesa, le dijo amablemente: «Aquí, señor, todos somos sarmentistas» E inclinándose galanamente, muy ufano e hinchado de gozo, contesto: «Soy del mismo partido que ustedes».
Sarmiento y el arzobispo. Algún tiempo después de haber cesado en la Presidencia, Sarmiento paseaba un día por las calles de Buenos Aires con su nieto, con quien conversaba y hacia reflexiones como si se tratara de un hombre ya. A poco andar, se encuentran, cruzándose, con el arzobispo de Buenos Aires. El ilustre anciano, expresidente, con toda cortesía, se hizo a un lado dando la vereda a la autoridad eclesiástica, quien parándose extrañado, le dijo: «Pase usted primero, excelencia». Sarmiento agradeciendo íntimamente este miramiento, contesto: «Ya he terminado la Presidencia, si no, ¡ni al Papa de Roma dejaba yo pasar primero!».
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